Para cualquier país del mundo, contar con un empresariado nacional fuerte y competitivo, es señal inequívoca de fortaleza económica y de progreso. Dondequiera que se instalan, las empresas privadas canalizan las energías creativas de los ciudadanos, crean y sostienen empleos de calidad, viabilizan el desarrollo, promueven la inversión y sobre todo aseguran la generación de riqueza que bien distribuida, produce mejores condiciones de vida para todos. Pero, además, una base empresarial sólida y amplia es fuente de ingresos para que el Estado pueda financiar, tanto las políticas públicas como su propio funcionamiento.
Las naciones económicamente exitosas, más allá de sus ideologías, han destinado sus mayores esfuerzos en impulsar el desarrollo del sector privado, y la creación de nuevas empresas y el crecimiento de las ya existentes, se han convertido en objetivos prioritarios en las políticas de Estado.
En el caso de Bolivia, las empresas privadas han impulsado y promovido el desarrollo y progreso en estos años, y en una situación de desaceleración como la que vivimos, sectores privados como la agropecuaria, la industria de alimentos y bebidas, construcción, transporte, comunicación y comercio, son los que sostienen el crecimiento del PIB e impiden que la situación revista mayor gravedad. Pero, además el 70% del empleo en Bolivia es asumido por el sector privado, que también aporta con un porcentaje sustantivo al Presupuesto General del Estado, a través de una serie de impuestos nacionales, locales y específicos.
Este conjunto de roles primordiales hace que la actividad empresarial tenga un alto reconocimiento social, aunque en muchos casos, también genera distorsiones en cuanto al rol que le corresponde desempeñar, especialmente cuando se pretende asignarle responsabilidades que no le competen o privarles de derechos que tienen el resto de las instituciones de la sociedad o los propios ciudadanos.
Es importante recordar que los empresarios son producto de la sociedad y, por consiguiente, reflejan sus fortalezas, contradicciones y su diversidad, pero sobre todo expresan una visión respecto al trabajo, la riqueza y el bienestar. Si los gobernantes no tienen claridad respecto al papel y trascendencia del sector privado, las leyes que promulguen pueden impedir su crecimiento adecuado y armónico, lo que terminará por incidir negativamente en la calidad de vida de la población.
El empresariado se potencia en un sistema democrático con sólida institucionalidad, y bajo un sistema jurídico independiente y transparente, que otorgue la seguridad y las garantías mínimas para arriesgar nuevas inversiones. Pero también precisa de condiciones de estabilidad política y social, reglas justas y claras, y un sistema de coordinación respetuosa y diálogo efectivo con las instituciones del gobierno nacional y regional.
Por ello, es más eficiente para un país tener un empresariado con capacidad de incidir en el planteamiento e implementación de políticas públicas, que un sector que se oriente por afectos y desafectos políticos, sin que esto signifique que no pueda expresar su posición sobre cuestiones que hacen a la democracia, la libertad y el respeto a las normas cuando así se precise.
Este delicado balance es uno de los desafíos más grandes que enfrenta la institucionalidad empresarial y, en muchos casos, mantenerlo implicará la diferencia entre garantizar su sostenibilidad o perder el sentido de la propia responsabilidad y el verdadero rol en la sociedad.