Un buen singani debe tener aroma y sabor a uva. Lo que parece una obviedad para muchos no lo es para Alberto Castrillo (93 años), porque desde su infancia aprendió a elaborar el licor representativo no solo de Luribay, sino de Bolivia, que ahora tiene una nueva presentación a manera de un homenaje a la comunidad Cojón y, sobre todo, a su vida. Por ello llama Memorias de Don Alberto.
Protegido por cerros colorados, Luribay —capital de la provincia Loayza— se caracteriza por el verdor de sus campos, donde igual puede haber duraznos, peras como uvas. Allí nació José Alberto Castrillo Urquiola —29 de agosto de 1926—, hijo del capitán de Ejército José Agustín Castrillo y Adriana Urquiola. Su padre murió en el combate de Gondra, en 1933, durante la Guerra del Chaco, por lo que al quedar huérfano tan pequeño, su madre lo mandó a La Paz para que estudiara. No obstante, su vida y su alma estaban en su pueblo, así es que en cuanto concluyó su formación académica retornó a la comunidad Mojón, donde Adriana se esforzaba por mantener la hacienda y a su familia.
“En Luribay había varias familias que producían singani, aunque en pequeña cantidad, como 20 quintales de uva, así nomás, poco”, cuenta Alberto, quien ahora radica en la sede de gobierno debido a un problema de salud.
La mirada se le ilumina cuando recuerda detalles de aquella lejana juventud, como que elaboraban la bebida alcohólica para las fiestas religiosas del pueblo y de Sica Sica, especialmente.
En aquellos tiempos aprendió a reconocer una buena uva moscatel, a cómo pisar el fruto con los pies descalzos para sacar más jugo y calentar la faca (turril de cobre y estaño) con leña. “En la primera cocinada sale supia, un licor casero, por eso es que se cocinaba dos veces, para tener un buen singani”, rememora en una habitación de Irpavi.
Tiempo después se casó con María Luisa Lazcano —llamada cariñosamente “Mami Lucha”— y siguió su vida en Mojón, donde mantuvo los saberes de su madre en una hacienda amplia y con una faca de 1900, a la que nos dirigimos para conocer dónde se elabora uno de los singanis más antiguos de Luribay.
Para aprovechar la estadía en aquel valle es necesario salir de La Paz a las 04:00 a.m. , pues el viaje dura cuatro horas en un vehículo particular, ya que se tiene que recorrer más de 130 kilómetros de la carretera hacia Oruro y desviar al norte, por un camino de tierra que mezcla un tramo recto y otro lleno de curvas, en un descenso que pareciera no tener final.
En el viaje, Adriana Castrillo —nieta de don Alberto y mami Lucha— va contando las leyendas que existen en torno a esta región, como una formación pétrea en lo alto de un cerro, a la que llaman Awicha —porque tiene la forma de una mujer de pollera sentada en el piso—. Desde que la vieron por primera vez, los creyentes se detienen a sus pies y arrojan dulces, porque es lo que más le gusta y, de esa manera, protegerá a los visitantes.
En una de las esquinas zigzagueantes, como oculto entre la serranía, empiezan a aparecer las peñas coloradas de Luribay. No se llega al pueblo principal, sino a Mojón, una comunidad de calles angostas y casas de barro. Ahí se encuentra la morada de don Alberto, una propiedad con muebles de tronco y plantas de donde brotan peras y paltas.
“El singani servía para todo. Si te caías te ponían singani; si te dolía el estómago, también tenías que beber un poco de licor”, cuenta Adriana, la nieta preferida de don Alberto, tal vez porque se llama igual que su bisabuela.
En la casa espera Miguel Ángel, quien —igual que Alberto— nació en Mojón hace 26 años, y que fue acogido por los Castrillo. Por esa razón, desde sus siete años comenzó a ayudar en la falca, primero a conseguir leña y después a preparar el singani.
“Antes, en el tiempo de la mamá de don Alberto, teníamos unos viñedos grandes, pero la tierra estaba cansada, así es que lo reemplazaron con otras plantas”, explica Miguel al mostrar el terreno verde. Él es quien más aprendió de Alberto, primero a elegir la uva de color canela, porque “de la uva verde no sale un buen singani”.
Cuando las uvas han madurado, Miguel se traslada a las comunidades Porvenir y Condado, donde se escoge los mejores frutos. “Voy personalmente a las viñas para seleccionar las uvas. Si la uva está bien hago el contrato y después lo hago cargar en camiones”, explica. No hay que esperar mucho porque se puede perder el valioso jugo, así es que al día siguiente de que llega el cargamento, éste es llevado al lagar, un piso de 4×4 donde se pisan las frutas. “Antes se lo hacía con los pies descalzos, después era con abarcas y ahora se lo pisa con unas botas especiales”, dice. Ahora existen moledoras que reducen el tiempo de este proceso, pero los Castrillo recurren el método antiguo, porque prefieren mantener la tradición familiar.
Posteriormente se debe dejar macerar el líquido hasta que no haya nada de alcohol, para lo cual aumentan el agua de una vertiente, lo que mejora la calidad del producto final.
De acuerdo con los saberes que heredaron de la familia, se llena el recipiente hasta cierto nivel y luego se lo sella con barro del lugar. “La tierra es como el ladrillo y pega bien, porque si usas otro barro, la tapa puede reventar por la presión y todo el singani se puede ir al agua”.
Para ese momento, la leña es acomodada en una especie de pequeño horno ubicado a medio metro del suelo, que calienta el perol de cobre y estaño.
El ambiente oscuro, las paredes de adobe, las vasijas de barro de principios del siglo pasado, las maderas y los recipientes de plata viejos parecen llevar a aquellos años en que Adriana y su hijo Alberto cocinaban el singani de la casa.
Mediante el primer cocinado se obtiene la supia, un licor no potable por su alto nivel de alcohol, por lo que debe ser hervido otra vez para obtener el singani, así como querían la bisabuela Adriana y don Alberto, y como aprendieron a elaborar tanto Miguel como la bisnieta Adriana.
“Nosotros usamos todo natural. Hay muchas personas que introducen químicos, hasta esencias. Yo sigo lo que me ha enseñado don Alberto”, asevera Miguel.
Hace cuatro años, Miguel y Adriana utilizaron un quintal de uva para hacer un singani que no solo se bebiera en Luribay, sino en los mercados del país. Ahora, en alianza con Mauricio Avilés y Alberto De La Galvez, salió Memorias de Don Alberto, un licor que no es fuerte, sino que tiene sabor y olor intenso a uva, que se puede beber puro o con algún jugo natural, y que sabe un poco a la Awicha de los cerros, a las calles angostas de Mojón y a los saberes de la familia Castrillo.
El singani artesanal Memorias de Don Alberto viene en tres presentaciones: una botella con uva seleccionada de moscatel de Alejandría, que cuesta Bs 250; otra que tiene una mezcla de uva moscatel con pasas, que vale Bs 130, y otro licor con uva no seleccionada, que se comercializa a Bs 80.
2723075, 76292399 y 76228476.