El año que termina, Bolivia registra un crecimiento económico cercano al 4%, cifra que ubica al país en un puesto importante, particularmente considerando que Latinoamérica podría cerrar con una tasa modesta de 1,2%. Sin embargo, tal desempeño se produce en medio de desbalances macroeconómicos preocupantes, como el déficit fiscal, que se repite por cuarto año, y podría estar cercano al 8%, y un saldo comercial negativo que, a octubre, sumó $us 970 millones; un 18% más negativo que en similar periodo de 2016.
Las Reservas Internacionales siguen con tendencia a la baja, aún después de una subida de una sola vez, debido a desembolsos de deuda externa y ajustes operativos y contables ligados a encaje en moneda extranjera y el Fondo de Protección al Ahorrista.
El saldo de deuda sube a un ritmo acelerado; en 2007 llegó a $us 2.208 millones y al cierre de octubre de 2017, superó los $us 8.900 millones. Si bien este saldo se encuadra dentro de márgenes de solvencia y liquidez estándar, preocupa la celeridad con la que éste se multiplica.
Las cifras de crecimiento trimestral reportan una desaceleración; el pico de expansión se alcanzó en el tercer trimestre de 2013 (6,92%) y desde entonces los números develan un descenso hasta cerrar el segundo trimestre de 2017, con 3,94%.
El análisis de sectores evidencia problemas en hidrocarburos y minería, mientras que en ciertas regiones fuera del eje la situación es delicada desde 2016. El caso de Tarija es el más preocupante, por la contracción en su productividad desde 2015. Chuquisaca tuvo un crecimiento cercano a cero, y Oruro y Pando reportaron tasas menores al dato nacional.
La economía crece más lenta y con desequilibrios. La expansión se sustenta en el consumo y la inversión pública está financiada con colchones fiscales y endeudamiento, aspectos que contrastan con un crecimiento sano. La clave es la diversificación productiva y el impulso a las exportaciones no tradicionales.
La inversión nacional no logra mayores niveles debido a factores adversos como los costos laborales y la inflexibilidad en esta materia, a lo que se suman costos tributarios ligados a la ampliación en la prescripción y la actualización de deudas por UFV, con tasas de interés reales elevadas, la arbitrariedad en la fiscalización y la conformación de crédito fiscal. La formalidad es costosa para el país y es percibida como riesgosa. Hecho que explica la informalidad en el comercio y la productividad.
El sector hidrocarburos explica una parte importante de la desaceleración y es poco razonable pensar que retome el liderazgo de años pasados. El reto inmediato es lograr una renegociación de venta con el Brasil, luego que Petrobras anunciara que demandará menos volumen y que parte de esa demanda se deberá negociar con empresas privadas en ese país. Por el momento, todo indica que el boom del gas y su impacto en la economía no retornarán a niveles del pasado. En suma, 2017 fue un año en el que los espacios de maniobra fiscal y monetaria permitieron un crecimiento positivo pero más lento, y más disparejo entre regiones y sectores. La preocupación central que deja este resultado tiene relación con la sostenibilidad de mediano plazo, puesto que tales márgenes se agotarán y no se está trabajando decididamente en factores alternativos de impulso al crecimiento.
La Confederación de Empresarios Privados de Bolivia ha expresado su preocupación por esta situación que, creemos, debe modificarse si el objetivo es revertir una tendencia adversa que podría dañar las perspectivas económicas. Pese a la coincidencia que tuvimos con las autoridades, en el análisis de algunos temas, en el gobierno persiste la tendencia a atribuir la desaceleración de nuestra economía a la variación de precios de los hidrocarburos en el mercado internacional y no al conjunto de variables señaladas. De ignorarse esta complejidad e interdependencia de causas, se puede generar la acentuación de los problemas en la próxima gestión.
El autor es presidente de la CEPB.