La vida de Trigidia Jiménez siempre estuvo ligada al campo. El contacto con la tierra, con el sol y la naturaleza son lo suyo. Sus primeros recuerdos con la agricultura provienen de su padre, quien le transmitió el amor por la producción de alimentos cuando vivían en Mina San José, en Oruro, donde sembraban papa. Por eso no es raro que cuando le pusieron por primera vez en su mano una semilla de cañahua, ella sintió una conexión inmediata: “Es un poco complicado explicarlo, es como si me hubiera pasado una corriente eléctrica”. Fue amor a primera vista. 20 años después, la ingeniera agrónoma boliviana, gracias a la combinación de saberes científicos y ancestrales, se ha convertido en un referente internacional por su trabajo en la producción, transformación y comercialización de este cultivo inteligente que diferentes especialistas consideran como el superalimento del futuro.
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La cañahua, “prima hermana” de la quinua, es considerada un cultivo inteligente por su alta resiliencia al cambio climático, sequías e inundaciones sin perder su capacidad productiva.
Jiménez produce este grano en Granja Samiri, su emprendimiento, ubicado en el municipio de Toledo, en el departamento de Oruro. Las condiciones agroecológicas de esta localidad, según la ingeniera, son “muy adversas”, debido al frío, a los suelos pesados y la corriente de viento. Sin embargo, a pesar de ser un grano “tan pequeñito, es poderoso”. Según explica, el “único objetivo” de la cañahua cada ciclo agrícola es producir grano para alimentarnos.
“A futuro va a ir empeorando esto del cambio climático, con pocas lluvias y más frío. Estas especies que tienen esa gran adaptabilidad a los cambios bruscos nos van a alimentar a futuro”, afirma Jiménez a América Futura a través de una videollamada.
Cuando Jiménez comenzó su relación con la cañahua no existía un mercado para este producto y la producción llegaba a ocupar una media hectárea de terreno, suficiente para el consumo anual de una familia. Dos décadas después, el cultivo ha hallado un mercado en el subsidio para la lactancia que reciben las madres en Bolivia, gracias a las 1.500 familias que se ocupan de producir el grano en 2.000 hectáreas, o su equivalente a aproximadamente 2.800 canchas de fútbol reglamentarias. Esto fue en gran parte resultado del “trabajo hormiga” de la ingeniera quechua para darle una revalorización a este cultivo, no solo en el tema de la producción primaria, sino también en aspectos como la transformación del producto y en hallar un mercado.
Estos logros de la ingeniera de 54 años, una de las impulsoras de la Red Nacional de Saberes y Conocimientos en Cañahua, no pasaron desapercibidos. A inicios de este año fue reconocida como una de las “Líderes de la Ruralidad” de las Américas por el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura. El premio, denominado “Alma de la Ruralidad”, es parte de una iniciativa para reconocer a hombres y mujeres que dejan huella y hacen la diferencia en el campo del continente americano, región clave para la seguridad alimentaria, nutricional y la sostenibilidad ambiental del planeta.
“Ser productor de alimentos es la carrera más sacrificada y la menos reconocida. Las familias que están dedicadas a la producción de alimentos son personas que aman lo que hacen y no abandonan su tierra. El reconocimiento no solo es a mí, sino a todos los productores de cañahua que tienen esa fortaleza de no dejar lo que les apasiona”, afirma.
Los logros alcanzados en los últimos años han permitido la industrialización de la cañahua para ser consumida como harina, pito (harina precocida), insuflados, barras energéticas, galletas y sopas, entre otros usos. La Granja Samiri, cuyo espacio de producción abarca entre las 80 a 100 hectáreas, colabora con el Instituto Nacional de Innovación Agropecuaria y Forestal hace más de 10 años. En este tiempo se ha trabajado en cuatro ecotipos de cañahua, de los cuales variedades como la Wila y la Samiri ya han sido liberadas. El grano también se produce en países como Ecuador, Chile y Perú. Solo en Bolivia existen más de 800 ecotipos de este cultivo. “Hemos podido ver que cada color de la cañahua tiene una vocación de transformación, que puede ser específicamente para diferentes usos en la industria de alimentos”, precisa.
La ingeniera es consciente de que aún queda trabajo por delante y explica que, para domesticar y liberar una subespecie silvestre, se necesita de seis a siete ciclos agrícolas (siembra y cosecha –una vez al año–) para alcanzar un cultivo con 99% de pureza varietal. “Bolivia tiene un potencial genético en lo que es la cañahua. Hay mucho todavía por trabajar en los ecotipos hasta lograr y manifestar su máxima expresión genética”, agrega.
Una de las columnas para el éxito de Granja Samiri, según Jiménez, fue la fusión del conocimiento ancestral y el científico, una combinación fundamental para lograr un emprendimiento rural sostenible. A quienes guarda mucho respeto y recuerda con gran cariño es a sus suegros. Ambos, con una “conexión directa con la naturaleza” y un conocimiento “exquisito” sobre la cañahua, le enseñaron sobre los procesos de producción y transformación.
“A veces las universidades son muy cuadradas. Te dicen que uno tiene todo el poder de solucionar las cosas. Mi suegro me enseñó a respetar y a pedir permiso a la madre tierra para que nos dé una buena producción, a respetar el espacio que tiene cada ser viviente en el ecosistema porque cada uno cumple un rol y una función. Son conocimientos que hay que recuperar”, afirma.
Nada fue sencillo para Jiménez, desde la elección de su carrera en la universidad en la década de los ochenta. En el seno de su familia creían que la ingeniería agrónoma era una carrera exclusiva para varones y “muy dura” para que una mujer afronte a la par de la que consideraban su “obligación” de formar un hogar. El único que la apoyó fue su padre. Asimismo, con la Granja Samiri fue muy difícil poder lograr que la gente entienda que una mujer es capaz de liderar una empresa. Dice que su esposo fue su “mejor socio”, pero que, tras su fallecimiento a causa de la COVID-19 hace dos años, todos pensaron que su emprendimiento “iba a morir”.
“En el área rural, se vive aún más fuerte el machismo. Sientes las dudas hacia tus capacidades y menosprecio. Lo que no se dieron cuenta es que detrás de la imagen de mi esposo había una mujer que estaba construyendo sus sueños poco a poco. Me hice cargo al 100% y salí a seguir jalando el carro con el apoyo de mis hijos”, dice Jiménez.
Hace dos o tres años Jiménez decía que fue ella quien eligió a la cañahua para que escribieran una historia juntas. Pero se equivocó: “Estoy convencida de que (la cañahua) me eligió a mí”. Dice que en ese momento era una mujer sumisa, que no creía en sí misma, y ahora puede decir que es una mujer de pollera “orgullosamente quechua, fuerte y poderosa como la cañahua”. “La cañahua me ha enseñado a ser una mujer resiliente al machismo dentro de mi familia y dentro de mi comunidad, que puede tener objetivos bien claros y concretos en la vida. He aprendido mucho de ella y gracias a este cultivo soy una mujer feliz”, sentencial.